Un considerable número de politólogos ha empleado, en más de una ocasión, el término “bonapartista” para calificar al gobierno de Cristina. En un discurso olvidable, la Presidente, haciéndose eco de ese calificativo, creyó poder sacar partido de la situación, afirmando que no podía menos que sentir orgullo de que su persona fuera comparada con uno de los generales más prestigiosos que conociera la historia de la humanidad. Dada la grosería inocultable cometida por la Presidente, parece claro que lo del carácter ‘olvidable’ de su discurso debería regir más para ella que para nosotros, quienes difícilmente olvidaremos el furcio. Memorable, por cierto, tampoco alcanzó a ser el desliz de Cristina, si por “memorable” entendemos “lo que bien merece ser recordado”. En su momento, la prensa especializada y ciertos círculos académicos se encargaron de poner en su sitio a la Presidente, recordándole (y recordándonos) que nada tenía que ver el aducido ‘bonapartismo’ de su gobierno con la figura de quien liderara al ejército francés hacia la impresionante victoria de Austerlitz. Conociendo el inmenso amor propio que moviliza a nuestra mandataria, estoy seguro de que ella debe haber tomado nota de su error, lamentándolo en lo más profundo de su ser. A menudo hay errores que nos inducen a querer volver el tiempo atrás o a gritar para que nos trague la tierra, y es muy probable que la Presidente, al descubrir su error, hubiera de sentir impulsos similares. Para ella, afirmar semejante grosería debió parecerse en demasía a esas embarazosas pesadillas en las que en medio de un lugar público (como una calle o un colegio) de pronto descubrimos que nos hallamos como Dios nos trajo al mundo.
Con todo, creo que a nadie se le ocurriría decir que el error cometido por la Presidente se tratara de una fatalidad. Fatal sí fue, por ejemplo, el error discursivo que desencadenó la salida de De la Rúa de la Casa Rosada, cuando por cadena nacional decretó el ‘estado de sitio’ y se atrevió a comparar a los “saqueadores” con una simple banda de delincuentes que nada tenían que ver con la masa de gente honrada y trabajadora que poblaría los rincones de nuestra Nación. Dado el traumático momento socioeconómico que vivía la Argentina, tal afirmación no sólo fue recibida como un agravio y una afrenta por la ciudadanía; a la postre, ella terminaría por transformarse en una grosería ridículamente fatal. Ahora bien, desde un punto estrictamente pragmático, ni siquiera la ridiculez más extrema es garantía de fatalidad. Cualquiera recordará sin demasiado esfuerzo aquella célebre entrevista de los años 90 en la que el entonces Presidente de la Nación Carlos S. Menem, indagado por sus hábitos literarios, confesó a boca de jarro que se hallaba leyendo las obras completas de Sócrates. Luego de tamaña demostración de ignorancia, la comidilla de bares, restaurantes y cafés estuvo asegurada durante un buen tiempo en la Argentina. Aunque, claro, no menos impresionante que esta confesión fue aquel discurso pronunciado en Salta, hoy repetido hasta el cansancio en los programas televisivos de archivo, en el que el mismo mandatario se refirió a la posibilidad cercana de viajar desde Argentina hasta Japón o Corea en tan sólo una hora y media, utilizando un moderno sistema de aeronavegación de alcances estratosféricos que tal vez tendría su sede o plataforma terrestre en la Provincia de Córdoba. Medida en valores escalo-numéricos, la ridiculez cometida por Menem tal vez sólo tenga su equivalente en el metro patrón de París. Y, sin embargo, Menem salió políticamente ileso de todo ello, conservando intactos sus índices de popularidad.
Un aprendizaje obligado de estas minucias es que el éxito político tiene que ver con lo discursivo en la misma medida en que todo puede tener que ver con todo. Un buen discurso pronunciado en un mal momento puede generar consecuencias tan nefastas como un mal discurso pronunciado en un mal momento, aunque un mal discurso pronunciado en un buen momento difícilmente logre agitar las aguas. En política, una cosa es la falta de oportunismo discursivo y otra muy distinta es la falta de oportunismo. Tejiendo hipótesis, tal vez sean estos dos últimos principios los que expliquen por qué Menem parecía gozar, todo el tiempo, de la libertad de decir cualquier cosa. Otra explicación (no necesariamente reñida con la anterior) es que Menem podía hablar como lo hacía, con la irreverencia y la desfachatez propias de un adolescente, porque su particular sentido del humor le permitía que los demás hicieran con él lo que ni siquiera mucha gente se permite a sí misma: básicamente, tomarse en solfa, según reza una expresión criolla. Hoy por hoy, es práctica habitual hablar de Menem como la quintaesencia de lo demoníaco, cuando no lo es dirigirse a su persona empleando subterfugios descalificadores que eviten pronunciar su verdadero nombre. El mismo Néstor Kirchner fue uno de los propagadores de esta costumbre, hoy extendida en una buena parte del arco periodístico. Puestos a buscar defectos, no creo levantar una polvareda si digo que Menem los habría reunido a casi todos. Podríamos dedicar decenas de páginas a hablar acerca de la frivolidad de su persona, del despilfarro sin precedentes acontecido durante su administración, de la corrupción extendida en todos los ministerios, de los negociados, de la falta de transparencia, de la falta de vocación institucional, de las ansias reeleccionistas, etc., etc. Me detengo arbitrariamente en este lugar porque todos pueden ver cuán innecesario sería seguir redundando en lo que la literatura política de la época, prolífica en esta materia, sacó a relucir con una base empírica más que fundada. De todos modos, más allá de cada uno de estos vicios, creo que Menem también supo reunir dos loables cualidades: un sentido de la oportunidad a tono con los tiempos que corrían en el mundo; y, para volver al inicio, un gran sentido del humor, rasgo distintivo de su carisma.
Al igual que menemismo, el kirchnerismo también ha demostrado tener un gran sentido de la oportunidad. A eso se debe que Argentina sea hoy, al menos en parte, el país que Argentina necesita ser: un país agroexportador con las miras puestas en Latinoamérica más que en Europa, un país que ha decido transformar al Estado en un pilar fundamental del desarrollo económico y tantas otras cosas que uno podría poner en correspondencia con los tiempos que corren. Pero puesto que estábamos hablando de personas y no de movimientos, y puesto que estábamos hablando en particular de Cristina Fernández, cabría decir que si hay un rasgo que brilla por su ausencia en su personalidad, ese rasgo podría resumirse, si se me permite la expresión, en esa cándida dulzura del carácter que suele exhibir aquella gente que no teme asumirse como lo que es, con todos sus defectos e imperfecciones. Muchas figuras del espectáculo comparten este rasgo. Uno podría verlo reflejado, por ejemplo, en personalidades del ámbito local como Marley o Susana Giménez. En política es menos habitual encontrarlo, aunque Menem y el propio Néstor Kirchner lo habrían compartido en cierta medida.
En su (por momentos) entretenido programa de radio, el filósofo oficialista José Pablo Feinmann creyó llevar la voz cantante cuando adjudicó el desprecio que mucha gente siente por la figura de la Presidente a una suerte de envilecimiento que puede variar a tenor del género de quien lo padece: si resulta que uno es mujer y odia a Cristina, su odio no sería más que un epifenómeno de lo mucho que la envidia en belleza e inteligencia; si resulta que uno es hombre y odia a Cristina, su odio no sería más que una señal de lo mucho que lamenta no poder estar ni cerca de conquistar a alguien cuyo resplandor sólo se compara al que emanan las estrellas de Hollywood. El mensaje de Feinmann fue ampliamente ridiculizado en su momento. En especial al público de filósofos opositores al gobierno kirchnerista, el mensaje debe haberles venido como anillo al dedo: “¿Y ahora, para qué seguir pergeñando argumentos?”, habrá razonado más de uno; “Feinmann ha caído víctima de su propia sinrazón”, habrá podido concluir graciosamente cualquiera de ellos. A los no filósofos, que un intelectual diga cosas semejantes puede que no les vaya ni les venga; ahora, que las diga un intelectual que directa o indirectamente trabaja para el Estado siempre generará una importante dosis de sospecha, cuando no de indignación y de hastío. Pero independientemente de todo esto, lo más llamativo del análisis de Feinmann es que haya sido desmesuradamente errado como diagnóstico siquiera aproximativo del ánimo social reinante. El desprecio que Cristina suscita en muchos sectores no tiene nada que ver con su belleza o su capacidad de oratoria (dos cualidades que aquí no me voy a empeñar en discutir pero que, en cualquier caso, son más que discutibles). Cristina exaspera los ánimos por el tono impostado que emplea al hablar (ese que recuerda a señorita de Barrio Norte), por el dedo acusador que levanta cada vez que alude al pasado y señala a supuestos culpables, por sus denodadas exageraciones y sus inexplicables silencios u omisiones, por sus manías ególatras cada vez más inocultables, por su constante tendencia a la auto-victimización y por cada una de aquellas actitudes en las que parece ponerse en evidencia que el plano de la realidad que ella cree habitar no pertenecería al habitado por el común de los mortales. En cada gesto y en cada palabra, Cristina parece querer decir: nadie ha sufrido lo que yo sufro, nadie ha transitado por lo que yo transito y, por qué no, nadie ha gobernado como yo gobierno. Eso es lo que parece transmitir Cristina a un núcleo nada despreciable de ciudadanos; eso es lo que parece transmitir aun a pesar de que ella, sus funcionarios y sus intérpretes no hayan podido ser, al menos hasta ahora, capaces de advertirlo. ¿O sí?
Quizá sí. Una de las posibles explicaciones de que casi todos los que rodean a Cristina se comporten frente a ella como lo hacen, al modo de almas dóciles –dispuestas a obtener, de su mirada, un gesto complaciente y, de sus palabras, una demostración de sabiduría –es que la misma disposición anímica que en una parte de la ciudadanía se manifiesta bajo la forma del desprecio y otras emociones negativas semejantes, en ellos asume, por lo general, la máscara del respeto reverencial. Que entre una cosa y la otra no halla contrariedad sino, más bien, lisa y llana coincidencia, tiene su explicación en cómo la distancia que media entre los seres humanos a menudo se presenta como un articulador preponderante de las emociones. Mientras convive con su marido, la mujer golpeada no puede menos que mostrarse dócil y sumisa, como una esposa ejemplar y una compañera complaciente. Ahora, es recién luego de que logra tomar distancia de su victimario que ella alcanzará la estatura moral para ser quien desea ser y para permitirse exhibir lo que sinceramente siente y decir lo que verdaderamente piensa. A mi juicio, algo muy similar explica el modo diferencial en que están construidas las relaciones afectivas que ligan a la Presidente con los ciudadanos, por un lado, y con sus políticos y funcionarios, por el otro.
Una explicación alternativa que podría elaborarse acerca de por qué tanto funcionarios, gobernadores de provincia, intendentes municipales, como también periodistas e intelectuales oficialistas, se comporten como se comportan frente a la Presidente, es que todos sientan hacia ella una admiración auténtica, ganada a costas de los increíbles logros que ha mostrado a lo largo de su carrera política y profesional (Cristina dixit), así como, en lo inmediato, a través de un ejercicio de la función presidencial emprendido con honorabilidad y esmero. Esto, desde ya, no podría descartarse a priori. ¿Quién no habrá notado más de una vez el respeto reverencial con que muchos entrevistadores se dirigían a la persona de Jorge Luis Borges, Hebe de Bonafini o Diego Armando Maradona? Muy pocos se hubieran atrevido a cuestionarle a Borges el dudoso sentido romántico desplegado en Ulrica, uno de los pocos cuentos de amor que osara escribir en su vida. ¿O cuántos hubo que se atrevieran a preguntarle a Maradona por los hijos no reconocidos que tendría alrededor del mundo? Es altamente probable que este tipo de omisiones mucho tenga que ver, desde luego, con el instinto de sobrevivir en el medio que impulsa a muchos periodistas. Pero también puede que tenga que ver con que la lista de méritos imputables a estas personalidades es tan extensa que nadie podría negarle al entrevistador el derecho a sentir que bien vale la pena hacerle la venia al entrevistado en determinadas cuestiones; de alguna forma, ese puede ser el precio para obtener de parte de él un caudal extra de información a cambio.
Formulo todas estas matizaciones por una razón muy sencilla: aun cuando Cristina o cualquier otro político demostraran reunir los méritos de estas personalidades y fueran personas admirables e intachables desde todo punto de vista, desde una concepción radicalmente democrática de la política sencillamente no hay ningún justificativo para que alguien (ciudadano, periodista o político) que tenga una inquietud o guarde algún reparo sobre algo que se haya hecho o dejado de hacer, o sobre algo que se haya dicho o dejado de decir, se exima de expresar lo que siente sin importar de quién se trate el destinatario directo o indirecto de su mensaje. Desde una concepción radical de la democracia, todo, absolutamente todo merece vigilancia y cuestionamiento, incluyendo aquellas medidas, arreglos institucionales o personalidades políticas que parecen gozar del más firme y extendido respaldo popular.
Comenzaba estas notas dispersas hablando del bonapartismo de Cristina. Llegados a este punto, ¿no sería una buena idea que las cerráramos tomando como referencia uno de los rasgos más característicos de esta célebre modalidad gubernamental? El bonapartismo, como se sabe, comporta una concepción verticalista y piramidal del poder político que dice mucho no sólo acerca de quien ocupa el lugar más alto de la pirámide, sino también acerca de quienes se encargan de mantener la vigencia de esta estructura actuando desde los puestos inferiores, en las primeras, segundas o terceras filas. Entre la cúspide de la pirámide y su base inferior media una distancia, que puede ser mayor o menor dependiendo del contexto político en el que nos situemos. Mucho se discute en ciencias políticas acerca de cómo propiciar una salida de este régimen evitando generar algunas indeseables consecuencias, en especial esa típica sensación de vacío de poder que naturalmente experimentan los pueblos que se han acostumbrado durante mucho tiempo a los liderazgos unipersonales y de alta discrecionalidad. Sin embargo, es institucionalmente hablando como la mayoría encontraría la manera de tender puentes de coincidencia: más que bregar incansablemente para que quienes ocupan los puestos basales de la pirámide se incorporen a la vida política y pasen a ocupar puestos de mayor rango, lo que en última instancia se requiere es que la estructura de relaciones piramidales sea destruida y reemplazada por una estructura mucho más horizontal, una estructura en la que la distancia que media entre la clase gubernamental y el común de la ciudadanía sea allanada en el mayor grado posible. La incorporación de canales de participación no meramente electoralistas, la construcción de un presupuesto verdaderamente participativo y un acceso irrestricto a la información pública son tan sólo algunas de las medidas más representativas de este institucionalismo cuya construcción todavía constituye una materia pendiente.
Salidas como ésta, por supuesto, no son cosa sencilla. Suponen una paciente e incansable labor conjunta y organizada de muchos actores sociales, una labor que bien puede demandar, durante un tiempo sumamente prolongado, más sinsabores que alegrías. Sin embargo, dado que estamos hablando nada menos que de cimentar las bases institucionales de un nuevo país, ¿por qué el proyecto habría de requerir de un esfuerzo menor? Aspirar a metas semejantes no puede menos que demandar una labor cuya dificultad es la primera característica de la que todos debemos ser conscientes. No obstante, por desalentadores que sean los resultados que obtengamos en el trayecto, todos debemos ser igualmente conscientes de que, en tanto que salida, ésta se trata de una salida necesaria no sólo para nosotros sino para las generaciones que nos sucederán. Tanto ellos como nosotros merecemos contar con un país distinto, un país en el que las relaciones sociales entre ciudadanos y políticos sean mucho más horizontales de lo que son en la actualidad. Pero no sólo ellos y nosotros somos merecedores de un país así. Cristina misma lo es, como cualquier otro político, pues cada uno de ellos se merece, como nos lo merecemos cada uno de nosotros, que quienes los odien o los amen puedan hablarles de igual a igual, directo a la cara, sin tapujos ni temores, sin veleidades ni segundas intenciones. Mientras nada de esto ocurra, Cristina podrá seguir dándose el lujo de seguir confundiendo impunemente en sus discursos bonapartismo e imperio napoleónico. O Menem, o De la Sota o quien fuera podrán seguir haciendo y diciendo lo que sea y como sea. Total, mientras nada de esto ocurra y la horizontalidad tan sólo sea lo que es hoy, el sueño de unos pocos idealistas, ingenuos y trasnochados, no habrá político que no avizore como legítimamente suya la facultad de mandar sin ser mandado o la de hablar sin ser indagado. Es éste, su sueño y nuestra pesadilla, el escenario del que debemos huir a toda costa.