sábado, 5 de enero de 2013

A PROPÓSITO DEL BONAPARTISMO DE CRISTINA

Un considerable número de politólogos ha empleado, en más de una ocasión, el término “bonapartista” para calificar al gobierno de Cristina. En un discurso olvidable, la Presidente, haciéndose eco de ese calificativo, creyó poder sacar partido de la situación, afirmando que no podía menos que sentir orgullo de que su persona fuera comparada con uno de los generales más prestigiosos que conociera la historia de la humanidad. Dada la grosería inocultable cometida por la Presidente, parece claro que lo del carácter ‘olvidable’ de su discurso debería regir más para ella que para nosotros, quienes difícilmente olvidaremos el furcio. Memorable, por cierto, tampoco alcanzó a ser el desliz de Cristina, si por “memorable” entendemos “lo que bien merece ser recordado”. En su momento, la prensa especializada y ciertos círculos académicos se encargaron de poner en su sitio a la Presidente, recordándole (y recordándonos) que nada tenía que ver el aducido ‘bonapartismo’ de su gobierno con la figura de quien liderara al ejército francés hacia la impresionante victoria de Austerlitz. Conociendo el inmenso amor propio que moviliza a nuestra mandataria, estoy seguro de que ella debe haber tomado nota de su error, lamentándolo en lo más profundo de su ser. A menudo hay errores que nos inducen a querer volver el tiempo atrás o a gritar para que nos trague la tierra, y es muy probable que la Presidente, al descubrir su error, hubiera de sentir impulsos similares. Para ella, afirmar semejante grosería debió parecerse en demasía a esas embarazosas pesadillas en las que en medio de un lugar público (como una calle o un colegio) de pronto descubrimos que nos hallamos como Dios nos trajo al mundo.
Con todo, creo que a nadie se le ocurriría decir que el error cometido por la Presidente se tratara de una fatalidad. Fatal sí fue, por ejemplo, el error discursivo que desencadenó la salida de De la Rúa de la Casa Rosada, cuando por cadena nacional decretó el ‘estado de sitio’ y se atrevió a comparar a los “saqueadores” con una simple banda de delincuentes que nada tenían que ver con la masa de gente honrada y trabajadora que poblaría los rincones de nuestra Nación. Dado el traumático momento socioeconómico que vivía la Argentina, tal afirmación no sólo fue recibida como un agravio y una afrenta por la ciudadanía; a la postre, ella terminaría por transformarse en una grosería ridículamente fatal. Ahora bien, desde un punto estrictamente pragmático, ni siquiera la ridiculez más extrema es garantía de fatalidad. Cualquiera recordará sin demasiado esfuerzo aquella célebre entrevista de los años 90 en la que el entonces Presidente de la Nación Carlos S. Menem, indagado por sus hábitos literarios, confesó a boca de jarro que se hallaba leyendo las obras completas de Sócrates. Luego de tamaña demostración de ignorancia, la comidilla de bares, restaurantes y cafés estuvo asegurada durante un buen tiempo en la Argentina. Aunque, claro, no menos impresionante que esta confesión fue aquel discurso pronunciado en Salta, hoy repetido hasta el cansancio en los programas televisivos de archivo, en el que el mismo mandatario se refirió a la posibilidad cercana de viajar desde Argentina hasta Japón o Corea en tan sólo una hora y media, utilizando un moderno sistema de aeronavegación de alcances estratosféricos que tal vez tendría su sede o plataforma terrestre en la Provincia de Córdoba. Medida en valores escalo-numéricos, la ridiculez cometida por Menem tal vez sólo tenga su equivalente en el metro patrón de París. Y, sin embargo, Menem salió políticamente ileso de todo ello, conservando intactos sus índices de popularidad.  
Un aprendizaje obligado de estas minucias es que el éxito político tiene que ver con lo discursivo en la misma medida en que todo puede tener que ver con todo. Un buen discurso pronunciado en un mal momento puede generar consecuencias tan nefastas como un mal discurso pronunciado en un mal momento, aunque un mal discurso pronunciado en un buen momento difícilmente logre agitar las aguas. En política, una cosa es la falta de oportunismo discursivo y otra muy distinta es la falta de oportunismo. Tejiendo hipótesis, tal vez sean estos dos últimos principios los que expliquen por qué Menem parecía gozar, todo el tiempo, de la libertad de decir cualquier cosa. Otra explicación (no necesariamente reñida con la anterior) es que Menem podía hablar como lo hacía, con la irreverencia y la desfachatez propias de un adolescente, porque su particular sentido del humor le permitía que los demás hicieran con él lo que ni siquiera mucha gente se permite a sí misma: básicamente, tomarse en solfa, según reza una expresión criolla. Hoy por hoy, es práctica habitual hablar de Menem como la quintaesencia de lo demoníaco, cuando no lo es dirigirse a su persona empleando subterfugios descalificadores que eviten pronunciar su verdadero nombre. El mismo Néstor Kirchner fue uno de los propagadores de esta costumbre, hoy extendida en una buena parte del arco periodístico. Puestos a buscar defectos, no creo levantar una polvareda si digo que Menem los habría reunido a casi todos. Podríamos dedicar decenas de páginas a hablar acerca de la frivolidad de su persona, del despilfarro sin precedentes acontecido durante su administración, de la corrupción extendida en todos los ministerios, de los negociados, de la falta de transparencia, de la falta de vocación institucional, de las ansias reeleccionistas, etc., etc. Me detengo arbitrariamente en este lugar porque todos pueden ver cuán innecesario sería seguir redundando en lo que la literatura política de la época, prolífica en esta materia, sacó a relucir con una base empírica más que fundada. De todos modos, más allá de cada uno de estos vicios, creo que Menem también supo reunir dos loables cualidades: un sentido de la oportunidad a tono con los tiempos que corrían en el mundo; y, para volver al inicio, un gran sentido del humor, rasgo distintivo de su carisma.  
Al igual que menemismo, el kirchnerismo también ha demostrado tener un gran sentido de la oportunidad. A eso se debe que Argentina sea hoy, al menos en parte, el país que Argentina necesita ser: un país agroexportador con las miras puestas en Latinoamérica más que en Europa, un país que ha decido transformar al Estado en un pilar fundamental del desarrollo económico y tantas otras cosas que uno podría poner en correspondencia con los tiempos que corren. Pero puesto que estábamos hablando de personas y no de movimientos, y puesto que estábamos hablando en particular de Cristina Fernández, cabría decir que si hay un rasgo que brilla por su ausencia en su personalidad, ese rasgo podría resumirse, si se me permite la expresión, en esa cándida dulzura del carácter que suele exhibir aquella gente que no teme asumirse como lo que es, con todos sus defectos e imperfecciones. Muchas figuras del espectáculo comparten este rasgo. Uno podría verlo reflejado, por ejemplo, en personalidades del ámbito local como Marley o Susana Giménez. En política es menos habitual encontrarlo, aunque Menem y el propio Néstor Kirchner lo habrían compartido en cierta medida.  
En su (por momentos) entretenido programa de radio, el filósofo oficialista José Pablo Feinmann creyó llevar la voz cantante cuando adjudicó el desprecio que mucha gente siente por la figura de la Presidente a una suerte de envilecimiento que puede variar a tenor del género de quien lo padece: si resulta que uno es mujer y odia a Cristina, su odio no sería más que un epifenómeno de lo mucho que la envidia en belleza e inteligencia; si resulta que uno es hombre y odia a Cristina, su odio no sería más que una señal de lo mucho que lamenta no poder estar ni cerca de conquistar a alguien cuyo resplandor sólo se compara al que emanan las estrellas de Hollywood. El mensaje de Feinmann fue ampliamente ridiculizado en su momento. En especial al público de filósofos opositores al gobierno kirchnerista, el mensaje debe haberles venido como anillo al dedo: “¿Y ahora, para qué seguir pergeñando argumentos?”, habrá razonado más de uno; “Feinmann ha caído víctima de su propia sinrazón”, habrá podido concluir graciosamente cualquiera de ellos. A los no filósofos, que un intelectual diga cosas semejantes puede que no les vaya ni les venga; ahora, que las diga un intelectual que directa o indirectamente trabaja para el Estado siempre generará una importante dosis de sospecha, cuando no de indignación y de hastío. Pero independientemente de todo esto, lo más llamativo del análisis de Feinmann es que haya sido desmesuradamente errado como diagnóstico siquiera aproximativo del ánimo social reinante. El desprecio que Cristina suscita en muchos sectores no tiene nada que ver con su belleza o su capacidad de oratoria (dos cualidades que aquí no me voy a empeñar en discutir pero que, en cualquier caso, son más que discutibles). Cristina exaspera los ánimos por el tono impostado que emplea al hablar (ese que recuerda a señorita de Barrio Norte), por el dedo acusador que levanta cada vez que alude al pasado y señala a supuestos culpables, por sus denodadas exageraciones y sus inexplicables silencios u omisiones, por sus manías ególatras cada vez más inocultables, por su constante tendencia a la auto-victimización y por cada una de aquellas actitudes en las que parece ponerse en evidencia que el plano de la realidad que ella cree habitar no pertenecería al habitado por el común de los mortales. En cada gesto y en cada palabra, Cristina parece querer decir: nadie ha sufrido lo que yo sufro, nadie ha transitado por lo que yo transito y, por qué no, nadie ha gobernado como yo gobierno. Eso es lo que parece transmitir Cristina a un núcleo nada despreciable de ciudadanos; eso es lo que parece transmitir aun a pesar de que ella, sus funcionarios y sus intérpretes no hayan podido ser, al menos hasta ahora, capaces de advertirlo. ¿O sí?
Quizá sí. Una de las posibles explicaciones de que casi todos los que rodean a Cristina se comporten frente a ella como lo hacen, al modo de almas dóciles –dispuestas a obtener, de su mirada, un gesto complaciente y, de sus palabras, una demostración de sabiduría –es que la misma disposición anímica que en una parte de la ciudadanía se manifiesta bajo la forma del desprecio y otras emociones negativas semejantes, en ellos asume, por lo general, la máscara del respeto reverencial. Que entre una cosa y la otra no halla contrariedad sino, más bien, lisa y llana coincidencia, tiene su explicación en cómo la distancia que media entre los seres humanos a menudo se presenta como un articulador preponderante de las emociones. Mientras convive con su marido, la mujer golpeada no puede menos que mostrarse dócil y sumisa, como una esposa ejemplar y una compañera complaciente. Ahora, es recién luego de que logra tomar distancia de su victimario que ella alcanzará la estatura moral para ser quien desea ser y para permitirse exhibir lo que sinceramente siente y decir lo que verdaderamente piensa. A mi juicio, algo muy similar explica el modo diferencial en que están construidas las relaciones afectivas que ligan a la Presidente con los ciudadanos, por un lado, y con sus políticos y funcionarios, por el otro.
Una explicación alternativa que podría elaborarse acerca de por qué tanto funcionarios, gobernadores de provincia, intendentes municipales, como también periodistas e intelectuales oficialistas, se comporten como se comportan frente a la Presidente, es que todos sientan hacia ella una admiración auténtica, ganada a costas de los increíbles logros que ha mostrado a lo largo de su carrera política y profesional (Cristina dixit), así como, en lo inmediato, a través de un ejercicio de la función presidencial emprendido con honorabilidad y esmero. Esto, desde ya, no podría descartarse a priori. ¿Quién no habrá notado más de una vez el respeto reverencial con que muchos entrevistadores se dirigían a la persona de Jorge Luis Borges, Hebe de Bonafini o Diego Armando Maradona? Muy pocos se hubieran atrevido a cuestionarle a Borges el dudoso sentido romántico desplegado en Ulrica, uno de los pocos cuentos de amor que osara escribir en su vida. ¿O cuántos hubo que se atrevieran a preguntarle a Maradona por los hijos no reconocidos que tendría alrededor del mundo? Es altamente probable que este tipo de omisiones mucho tenga que ver, desde luego, con el instinto de sobrevivir en el medio que impulsa a muchos periodistas. Pero también puede que tenga que ver con que la lista de méritos imputables a estas personalidades es tan extensa que nadie podría negarle al entrevistador el derecho a sentir que bien vale la pena hacerle la venia al entrevistado en determinadas cuestiones; de alguna forma, ese puede ser el precio para obtener de parte de él un caudal extra de información a cambio.
Formulo todas estas matizaciones por una razón muy sencilla: aun cuando Cristina o cualquier otro político demostraran reunir los méritos de estas personalidades y fueran personas admirables e intachables desde todo punto de vista, desde una concepción radicalmente democrática de la política sencillamente no hay ningún justificativo para que alguien (ciudadano, periodista o político) que tenga una inquietud o guarde algún reparo sobre algo que se haya hecho o dejado de hacer, o sobre algo que se haya dicho o dejado de decir, se exima de expresar lo que siente sin importar de quién se trate el destinatario directo o indirecto de su mensaje.  Desde una concepción radical de la democracia, todo, absolutamente todo merece vigilancia y cuestionamiento, incluyendo aquellas medidas, arreglos institucionales o personalidades políticas que parecen gozar del más firme y extendido respaldo popular. 
Comenzaba estas notas dispersas hablando del bonapartismo de Cristina. Llegados a este punto, ¿no sería una buena idea que las cerráramos tomando como referencia uno de los rasgos más característicos de esta célebre modalidad gubernamental? El bonapartismo, como se sabe, comporta una concepción verticalista y piramidal del poder político que dice mucho no sólo acerca de quien ocupa el lugar más alto de la pirámide, sino también acerca de quienes se encargan de mantener la vigencia de esta estructura actuando desde los puestos inferiores, en las primeras, segundas o terceras filas. Entre la cúspide de la pirámide y su base inferior media una distancia, que puede ser mayor o menor dependiendo del contexto político en el que nos situemos. Mucho se discute en ciencias políticas acerca de cómo propiciar una salida de este régimen evitando generar algunas indeseables consecuencias, en especial esa típica sensación de vacío de poder que naturalmente experimentan los pueblos que se han acostumbrado durante mucho tiempo a los liderazgos unipersonales y de alta discrecionalidad. Sin embargo, es institucionalmente hablando como la mayoría encontraría la manera de tender puentes de coincidencia: más que bregar incansablemente para que quienes ocupan los puestos basales de la pirámide se incorporen a la vida política y pasen a ocupar puestos de mayor rango, lo que en última instancia se requiere es que la estructura de relaciones piramidales sea destruida y reemplazada por una estructura  mucho más horizontal, una estructura en la que la distancia que media entre la clase gubernamental y el común de la ciudadanía sea allanada en el mayor grado posible. La incorporación de canales de participación no meramente electoralistas, la construcción de un presupuesto verdaderamente participativo y un acceso irrestricto a la información pública son tan sólo algunas de las medidas más representativas de este institucionalismo cuya construcción todavía constituye una materia pendiente.
Salidas como ésta, por supuesto, no son cosa sencilla. Suponen una paciente e incansable labor conjunta y organizada de muchos actores sociales, una labor que bien puede demandar, durante un tiempo sumamente prolongado, más sinsabores que alegrías. Sin embargo, dado que estamos hablando nada menos que de cimentar las bases institucionales de un nuevo país, ¿por qué el proyecto habría de requerir de un esfuerzo menor?  Aspirar a metas semejantes no puede menos que demandar una labor cuya dificultad es la primera característica de la que todos debemos ser conscientes. No obstante, por desalentadores que sean los resultados que obtengamos en el trayecto, todos debemos ser igualmente conscientes de que, en tanto que salida, ésta se trata de una salida necesaria no sólo para nosotros sino para las generaciones que nos sucederán. Tanto ellos como nosotros merecemos contar con un país distinto, un país en el que las relaciones sociales entre ciudadanos y políticos sean mucho más horizontales de lo que son en la actualidad. Pero no sólo ellos y nosotros somos merecedores de un país así. Cristina misma lo es, como cualquier otro político, pues cada uno de ellos se merece, como nos lo merecemos cada uno de nosotros, que quienes los odien o los amen puedan hablarles de igual a igual, directo a la cara, sin tapujos ni temores, sin veleidades ni segundas intenciones. Mientras nada de esto ocurra, Cristina podrá seguir dándose el lujo de seguir confundiendo impunemente en sus discursos bonapartismo e imperio napoleónico. O Menem, o De la Sota o quien fuera podrán seguir haciendo y diciendo lo que sea y como sea. Total, mientras nada de esto ocurra y la horizontalidad tan sólo sea lo que es hoy, el sueño de unos pocos idealistas, ingenuos y trasnochados, no habrá político que no avizore como legítimamente suya la facultad de mandar sin ser mandado o la de hablar sin ser indagado. Es éste, su sueño y nuestra pesadilla, el escenario del que debemos huir a toda costa.


domingo, 30 de diciembre de 2012

ANDRÉ JARDIN, NAPOLEÓN III Y LA ARGENTINA


Recientemente he vuelto a leer, luego de siete años, “Historia del liberalismo político” de André Jardin (FCE, 1998, México). Algo ya comenté en un blog que frecuento sobre las similitudes que encuentro entre el modo en que Jardin describe algunos aspectos del Régimen de Luis Napoleón y mucho de lo que uno puede comprobar en la Argentina de los últimos años. A continuación, transcribo los pasajes que me han parecido más reveladores de estas similitudes. Todos pertenecen al Capítulo XXIII del libro, que se titula “Segundo Imperio y Reflujo del Liberalismo”. Con ustedes, entonces, el gran Jardin:

La “base de la pirámide”, para decirlo con imagen cara al jefe de Estado, fue la soberanía del pueblo, expresada mediante el sufragio universal. La Segunda República, como vimos, trató de establecer un arreglo entre la tradición liberal, en la que los derechos primordiales del individuo estaban garantizados por el equilibrio de podres, y la tradición revolucionaria republicana, que hizo hincapié en la unidad de la nación. El nuevo régimen se inclinó por la segunda opción. La afirmación del artículo 1º de la Constitución, en el sentido de que “reconoce, confirma y garantiza los grandes principios de 1789”, en la medida en que no es una simple ilusión óptica, no fue, sin embargo, adhesión al espíritu de la declaración de los derechos, sino preocupación por señalar las distancias respecto de los “blancos”, sospechosos de ternura por el Antiguo Régimen.
(…) el segundo rasgo del régimen era el de la alianza entre el pueblo y una dinastía: sentimiento místico, no sujetable al análisis racional, que convirtió a la Revolución francesa en la fuente de una legitimidad nueva, que puso a los napoleónidas otra vez en los Capetos, como antaño éstos sustituyeron a los carolingios. La misión que se les encomendó no fue la de proseguir el impulso revolucionario, sino la de “interrumpirlo” mediante la creación de un orden social estable, propiciador del desarrollo económico y de la realización de la tarea emancipadora de Francia en el mundo. El emperador, por su cuna, estaba predestinado, por lo tanto, a que se trasladase a su propia persona la voluntad latente del pueblo francés.
Tal régimen, aunque pueda, por razones técnicas, distinguir funciones, no puede separar poderes. El poder reside en la persona del emperador y Napoleón III puso mucho cuidado, si hemos de creer a Ollivier, en que todo se hiciese en su nombre. En su nombre, al menos, se impartió entonces la justicia, como en la antigua Francia se la impartió en nombre del rey. Jefe únicamente responsable ante el pueblo, el emperador ejerció en su plenitud las atribuciones de la soberanía: “Manda las fuerzas de tierra y mar, declara la guerra, establece los tratados de paz, de alianza y de comercio, nombra para todos los cargos y formula los reglamentos y decretos necesarios para la aplicación de las leyes”. Los ministros volvieron a ser, por consiguiente, lo que habían sido antes de los regímenes representativos, es decir, simples empleados; se reunirían en consejo para informar al emperador y recibir informes de éste y de sus colegas, pero sin que hubiese decisión de consejo ni solidaridad entre sus miembros. Responsables únicamente ante el emperador, obligatoriamente ajenos al cuerpo legislativo, su influencia sólo podría ejercerse por su conocimiento de la práctica administrativa o la confianza del soberano. Este último participaba del poder legislativo: sólo a él correspondía la iniciativa de las leyes, y era libre de sancionarlas o no.
El principio fundamental (…) fue el de la centralización napoleónica, ensalzada como la armazón de que había dotado Napoleón a la Francia moderna. Sobra decir que se abandonaron las veleidades descentralizadoras de 1848.
(…) La instalación del régimen vino acompañada de una suspensión de las libertades individuales. El pretexto, también a este respecto, fue el peligro de la gran insurrección de 1852; el propósito esencial, el de privar de sus jefes y sus mandos, aun de los modestos, al partido republicano, propósito ya apreciable en el trato diferente dado a los diversos representantes, opositores de la legislativa. (…) En el conjunto del país, prefectos, magistrados, policías o gendarmes detuvieron arbitrariamente no sólo a quienes participaron en las revueltas contra el golpe de Estado, sino a los miembros de las sociedades secretas y, puesto que por definición no se les conocía, a quienes supuestamente pertenecían a ellas. Estas persecuciones dieron como fruto 27000 detenciones y las comisiones mixtas departamentales dictaron 15300 condenas.
(…) Una nueva ola de represión se produjo en 1858, a consecuencia del célebre atentado de Orsini. El general Espinasse, nombrado ministro del Interior, declaró “que había llegado el momento de que los buenos se sintieran tranquilos y que los malvados temblaran”. Consiguió que se aprobara la ‘ley de seguridad general’ del 27 de febrero. No sólo cualquiera que fuese sospechoso de haber participado en una acción concertada contra el gobierno podía ser perseguido, sino cualquier individuo que hubiese sido objeto de una condena desde 1848 podría ser exiliado o deportado sin que fuese preciso acusarlo de una nueva acción. Esta “ley de sospechosos” no tardó en caer en desuso, pero no antes de sumar 430 víctimas.
Estos períodos en que el régimen quiso aterrar a sus adversarios fueron, pues, relativamente breves. Pero la arbitrariedad policial se expresó en la vigilancia de los lugares públicos, en el número de soplones, en la violación del secreto de la correspondencia e inclusive la del domicilio o el secuestro de papeles privados, como aquel de que fue víctima un liberal tan inofensivo y legalista como el duque de Broglie.
Tal régimen tuvo que desconfiar de la prensa. (…) Desaparecieron numerosos periódicos; la prensa parisiense se redujo a 11 diarios. En provincia, la prensa republicana fue casi aniquilada, en tanto que los órganos legitimistas pasaron de 60 a 24. El decreto del 17 de febrero de 1852 fijó el status de la prensa periódica. Con excepción de la censura (restablecida para las representaciones dramáticas), encontramos todas las medidas clásicas de desconfianza: autorización previa, fianza, timbre y castigo correccional de los delitos.
(…) Jamás, desde el Primer Imperio, gozó la prensa de tan poca libertad. Sin embargo, los periódicos no se limitaron entonces, como en aquel otro tiempo, a la simple copia de un Moniteur; cerca de 40 años de régimen liberal no podían abolirse. (…) Hubo, en el autoritarismo del Segundo Imperio, un tono hipócrita y zalamero, exigido por su deseo de hacerse aceptar por la opinión: “Vivimos bajo un gobierno que rechaza el fraude y la violencia sólo cuando van acompañados de ruido”, escribió Tocqueville en 1857” (pp. 409-415)
Todos conocemos, más o menos, cómo terminó el régimen de Napoleón III. Y todos conocemos también cuán ilusorio sería querer trasladar lo ocurrido en aquella época y en aquel país a lo que ocurre actualmente y en nuestra patria. Por fortuna, la historiografía científica nos recuerda a menudo sobre lo inverosímil que resultan este tipo de experimentos, más preocupados en dar profecías alarmistas y desestabilizadoras que en desgajar los datos de la realidad analíticamente y con independencia de cualquier intencionalidad subrepticia. ¿No nota el lector, sin embargo, un “gran parecido de familia” (Wittgenstein dixit) entre lo que describen los términos marcados en negrita y lo que uno podría predicar de los hechos más relevantes de la política nacional? ¿Acaso no se detecta en el gobierno de Cristina una inclinación por construir un supuesto relato de unidad nacional mucho más pronunciada que la que podría volcarse a garantizar un auténtico equilibrio de poderes? Dicho sea de paso, en esta construcción maniquea y totalizadora que propone el kirchnerismo de la política, cualquiera adivinará quiénes ocupan el rol de “blancos” a los que se refiere la descripción de Jardin. Siguiendo la misma línea, ¿no cabría calificar como llamativamente ‘napoleónica’ la relación directa que Cristina pretende instaurar con su pueblo, ajena a cualquier mediación institucional? ¿O qué hay en lo que atañe a la prensa? A lo largo de estos años, ¿no ha dado el kirchnerismo muestras más que sobradas de lo difícil que le resulta convivir con una prensa opositora? ¿No es, además, la ‘ley de sospechosos’ que se sancionara en la Francia de 1858 el análogo perfecto de la reciente Ley Antiterrorista sancionada en Argentina? ¿Y no cumplen los soplones de la Francia de Napoleón III un papel muy similar al que parecen cumplir los agentes infiltrados en las manifestaciones sociales, puestos al descubierto por los documentos desclasificados del Proyecto X?

Osadas e irresponsables sugerencias parecen estar contenidas en estas preguntas, reflexionará más de uno. No lo niego. Ahora, que el relato de Jardin aportaría un material simbólico descriptivamente útil para relatar el modo como las cosas suceden en Argentina no parece ser, en cambio, algo tan descabellado. Lo repito con otras palabras: no es que lo que sucede en Argentina nos remita a lo que sucedió en la Francia de Luis Napoleón; es sólo que el modo en que Jardin describe lo sucedido en Francia vendría a ofrecer un mapa de imágenes fónicas cuyas coordenadas perfectamente podrían servir, realizando algunos ajustes, para ubicarnos en la compleja realidad política argentina. Una mera impresión personal, se me reprochará. Tampoco podría defenderme. Tampoco deseo defenderme. Si esta impresión personal resulta bastante menos impersonal que el espíritu que debería animar a este Blog (subtitulado “Crónicas impersonales…”), pues entonces no podría afirmar que no me contradigo en cierta medida. Nada de qué preocuparse. Ya lo decía Walt Whitman: “¿Que me contradigo? Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué? (Soy inmenso, contengo multitudes)” (Leaves of Grass). 

viernes, 28 de diciembre de 2012

MI AMIGO K Y YO


De alguna manera, todos tenemos un amigo “K”. No es algo para vanagloriarse. Mi vieja solía vanagloriarse de tener amigos comunistas o trotskistas, así como mi abuelo solía vanagloriarse de que su padre (mi bisabuelo) fuera un declarado jacobino. Más o menos alcanzo a intuir el motivo de su vanagloria. Si yo tuviera hoy un amigo comunista –que no es lo mismo que haberlo tenido ayer, claro está –seguramente también me vanagloriaría. Ser comunista (o cualquier cosa que se le parezca, por más que no sean muchas) es algo que lleva consigo el quijotesco encanto de las causas perdidas. Por relación transitiva, imagino que debe haber una suerte de sentimiento romántico inconfesable en tener un amigo comunista, como también debe haberlo en desear a la mujer de un hermano. Pero lamentablemente no tengo un amigo comunista y creo que, llegadas ciertas etapas de la vida, tampoco sería cuestión de salir a buscar amigos comunistas por la calle, como si fuera posible (o pertinente, ya que la pertinencia es, si se me permite, una de las tantas formas que reviste la posibilidad) hallarlos en los clubes de barrio o en los cafés del centro con un solo batir de palmas.

En cambio, lo que yo sí tengo es un amigo K. No me vanaglorio de ello. Ojo, ¡mucho menos me avergüenzo! Tener amigos K no es como que tu viejo haya laburado en el Ministerio de Economía de De la Rúa hasta el último de sus días de gobierno. Tener un amigo K es, más bien, como tener una esposa amnésica que te pregunta todas las noches, sin excepción, por qué te lavas los dientes antes de irte a acostar. Para la pregunta, puedo elaborar más de una respuesta que satisfaga su curiosidad y la deje conforme. Por supuesto, sólo con una me bastaría. Pero dado que sé que mañana, y pasado mañana, y pasado, pasado mañana ella volverá a insistir con la misma perorata de siempre, debo hallar respuestas ocurrentes; debo hallar respuestas que, a la vez que satisfagan su curiosidad, por lo menos eviten hundirme en un mar de aburrimiento. Desde ya, como todo en la vida, la imaginación de un hombre tiene sus límites. Y la falta de imaginación suele engendrar la impaciencia. Porque a mi esposa la quiero, puedo tolerar su insistencia y mi aburrimiento con resignación. Después de todo, ella es nada menos que mi esposa. Ahora, ¿qué hacer con mi amigo, a quien también quiero, o a quien –según él – tan sólo diga querer?  

Más que insistir hasta dejarme agotado, lo mi amigo K ha logrado hacer conmigo no lo había logrado hacer antes ningún otro amigo mío, incluyéndolo especialmente a él en esta lista. Sinceramente duele confesarlo pero creo que mi amigo K, aunque no malintencionadamente, ha conseguido llevarme hasta un punto en el que ya no puedo dar fe sobre mí mismo, sobre el tiempo en que permaneceré bajo control, dentro de mis cabales, tranquilo. No es para menos. En cada cena que compartimos y en cada reunión donde se trae a colación la noticia política del día (que, a esta altura, si no son casi todas, por lo menos ya son demasiadas), mi amigo K sacará a relucir siempre lo mismo. Insistirá con aquello de que todo es una exageración de los medios dominantes, con que ésos son los medios que históricamente han fijado la agenda política de la Argentina, con que mi imaginación ha sido cooptada por esos medios y con otras cosas parecidas. En vano intento hacerle ver que mis canales de información son de lo más variados. En vano intento hacerle notar que reconozco, al igual que él, que la Argentina actual está lejos de ser la Argentina del 2001.

Desde luego, casi nada de lo que le diga a mi amigo lo conducirá a brindarme una contestación auténtica. Cuando le menciono los casos de corrupción, él me dice que eso no le consta; o aduce que, si le constara, sería algo inevitable y que, en cualquier caso, hablar de corrupción no es hablar de política. Cuando le menciono lo de la intervención del INDEC y la manipulación de las estadísticas, o cuando le pregunto por los motivos para sancionar una ley de tipos penales tan abiertos como los que figuran en la Ley Antiterrorista, él me contesta –no sabría decir si con cinismo o hipocresía –que ningún gobierno es ideal y que, en todo caso, el mérito de un gobierno debe medirse según los criterios de una ética de la responsabilidad, no de la convicción. “De repente –reflexiono a fuero interno –mi amigo se ha vuelto weberiano, cuando no era sino Foucault su pensador de cabecera”. ¿Cómo puedo sentirme, entonces, tras recordarle una y otra vez que simplemente no es normal que un Instituto de Estadísticas y Censos haya instituido la mentira? Si mi amigo K fuera mi esposa amnésica, por lo menos podría repetirle el mismo cuento de siempre, hasta hundirme en el consabido mar de aburrimiento. Pero dado que mi amigo K dista de ser la réplica exacta de mi esposa amnésica (y es una suerte que la presencia de mi amigo haga parecer menos traumática la amnesia de mi esposa), repetirle siempre lo mismo no funcionará. Ello no sólo me traerá más aburrimiento; además, me hará parecer como un estúpido. Y, sin embargo, como si fuera una pegadiza canción que no puedo dejar de tararear, es lamentablemente eso lo que finalmente hago: enceguecido, parloteo con mi amigo y, en efecto, termino por sentirme un estúpido.

Mi amigo K, antes de ser K, era mi amigo. Y aun hoy, siendo K, es menos K que amigo mío. Que mi amigo K sea más amigo mío que K representa, desde luego, una obviedad. Por eso lo soporto y me soporto. Por eso nos soportamos e intentamos seguir adelante, compartiendo cosas juntos. Por lo demás, momentos apolíticos en nuestras vidas todavía dejan su estela. No son los más numerosos, es cierto. Por otro lado, cuando finalmente ocurren y de una buena vez logramos abstraernos de la cuestión política, el tiempo que permanecemos juntos parece prolongarse con la misma incómoda tensión en que permanecen sentados, uno frente a otro, el tímido hijo adolescente y ese padre intrusivo y sobreprotector, ávido de ofrecerle un consejo a cambio de algún secretillo. No sé cuánto tiempo permaneceremos así. Con la alternancia democrática, confío que lo K deje en paz a mi amigo. Tal vez esta desposesión ocurra muy paulatinamente, como la descolonización de Hong Kong. O tal vez de forma súbita, parecida a un exorcismo. No podría precisarlo. En cualquier caso, ruego a Dios que en el futuro, más próximo que lejano, volvamos a retomar ese vínculo tal como lo dejamos alguna vez, franco, abierto e incontaminado de los pormenores políticos del día. Es lo que me gustaría. No sé si es lo que le gustaría a él, aunque intuyo que sí. De alguna forma, ambos seguimos apostando por nuestra amistad. Los dos sabemos cuán estúpido sería relegar, de golpe y porrazo, algo que tardamos tanto tiempo en construir. Ni él ni yo nos perdonaríamos una negligencia semejante. Como sea, en eso estamos mi amigo K y yo. En ese interludio de la amistad, exasperante y difícil como pocos.